XIX
En la esquina de mi calle hay un buzón que nunca tiene asueto.
Cada vez que me asomo a la ventana,
mis ojos tropiezan con él y le envían
una mirada amistosa y compasiva.
¡ Pobre buzón !
¡ Qué ridículo parece con su cabeza
eternamente al aire, recibiendo los azotes y
crudezas de las cuatro estaciones !
Su boca desdentada, invariablemente abierta,
espera que introduzcan por ella esos papeles que llaman cartas,
y que llevan todas las pasiones y tempestades humanas.
¡ Cuántas amarguras habrán en el corazón de un buzón;
cuántas amarguras y cuánta experiencia !
Pero el pobre, rígido buzón, no puede decir nada.
Quien lo creó tuvo buen cuidado de dejarlo mudo.
Y allí está clavado en la esquina, impertérrito,
conservando su apariencia servil,
siempre rojo bajo el sol y bajo la lluvia
Buzón: Yo comprendo tu alma sabia y resignada,
tu pobre alma aprisionada en un feo tarugo de metal.
Cuando te apenes, y sientas que esos ojos,
que no tienes, se humedezcan, piensa en tus hermanos
los balcones y los faroles, y en tus hermanas las chimeneas
y las veletas, que como tú, están esclavizadas
sin recibir jamás otra caricia que la del viento,
ruda a veces, pero caricia al fin.
Buzón, tú tienes mi piedad y la de todo ser que,
como yo, te ha encontrado un alma.
Todas las tardes, después de morir el sol,
llegaré a tí, y te deslizaré una carta diciéndote muchas
cosas tiernas que aliviarán la carga de tu vida.
Cuida que el cartero no robe tu secreto.
Mira, buzón, que los hombres son muy malos
y hacen risa del amor más puro.
Teresa Wilms Montt